Después de meses de antojo, finalmente fui con mi esposa a comer carne a La Cabrera.
Íbamos dispuestos a disfrutar un bife ancho jugoso, una botella de Malbec y una conversación tranquila.
Pero la mesa vecina nos cambió el menú. No sé si era familia ensamblada o colectivo infantil. Lo cierto es que eran dos mujeres y una manada de niños que parecían recién liberados de Jurassic Park.
Saltaban, corrían y gritaban mientras tratábamos de cenar.
Un chongazo.
No sabía si pedir otro vino o una red de cazador con su látigo más.
Y lo más insólito: las mamás aplaudían. Como si las travesuras fueran coreografía de TikTok.
Mientras yo trataba de cortar mi bife, ellos me cortaban la digestión.
La carne estaba tierna, pero la paciencia cada vez más dura.
Y como si fuera poco, en uno de esos intentos por clavarles la mirada —para que al menos se notara mi incomodidad— me gané con un chapesazo de las dos mamás. Un beso intenso, servido en la mesa con la misma soltura que un corte a término medio: puro placer de la carne.
No era amor, era provocación al punto: un gesto tan pensado para incomodar que casi daban ganas de dejar propina
Y ahí me vino la pregunta: ¿cuándo cambiaron los códigos?
Antes, si un niño se levantaba de la mesa, gritaba o tenía alguna pataleta, los padres lo corregían de inmediato.
Y lo mismo con el amor: si alguien se sentía atraído, el cortejo era discreto, se cocinaba a fuego lento, y recién en privado se servía el plato fuerte. Hoy, en cambio, el menú incluye demostraciones tan públicas como exageradas, como si la intimidad hubiera pasado de la sobremesa al espectáculo de la cocina abierta.
Hoy, lo que se celebra es la “libertad”. Pero libertad ¿de qué? ¿De educar? ¿De respetar al de al lado?
Yo respeto todo: que cada quien arme la familia como quiera, que se ame como se le antoje, que se disfrace de unicornio y se case con un cactus si eso le da felicidad. Lo que no tolero es que esa felicidad venga con un manual obligatorio: acéptame, celébrame y, de paso, aguántame. Jódete si no te gusta.
Ese es el “filete” del asunto: ¿por qué siempre las mayorías tienen que adaptarse a los que deciden ser distintos y no al revés? ¿Por qué la diferencia se convierte en imposición? ¿Por qué se exige respeto sin respetar?
Un restaurante tiene códigos: uno va a comer carne, no a digerir la crianza ajena. Y la mesa no es un parque, ni un escenario de reality.
Si quieres liberar a tus hijos, perfecto, pero no los liberes en mi sobremesa.
Si quieres soltar tus pasiones hazlo bajo tus sábanas y no sobre manteles.
Al final, el plato más caro no fue el de la carta, fue el de la paciencia.
Y sí, la carne estaba buena.
Pero esa noche confirmé que lo único que me cayó mal de la cena… fue la libertad malentendida.
Un postre que no pedí, que me empalaga y que no pienso tragar.
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