Dicen que la edad es un número. Pero lo que no te dicen es que ese número funciona como contraseña: en algunos lados te abre puertas y en otros simplemente te rechazan como clave inválida.
Los futbolistas por ejemplo: a los treinta ya son “veteranos”. A los treinta y tres, “leyendas vivientes”. Jubilados con short.
Las modelos: a los 30 ya las mandan a desfilar en comerciales de leche en polvo.
Pasan de ser top model a mamá modelo.
Y qué decir de los creativos publicitarios. Si naciste en la era del VHS, tu portafolio es arqueología. Tú hablas de “storyboards” y el cliente solo entiende “stories de Instagram”. Porque, claro, la creatividad caduca… salvo que seas abogado o doctor. Ahí, mientras más viejo, más solicitado.
Un abogado con canas no es viejo, es sabio. Cada arruga es un artículo adicional del Código Civil. Y un doctor con arrugas no da miedo, da confianza.
Con los profesores: mientras más años, más historias para alucinar o también para aburrir.
Un cocinero viejo no es obsoleto, es “gourmet”.
La edad es ese chiste cruel: en unas profesiones es vitamina y en otras veneno. Y lo curioso es que todos, tarde o temprano, terminamos siendo “vintage”. Pero ojo: la vejez puede ser un trasto incómodo que nadie sabe dónde meter… o un mueble de colección digno de exhibir.
Este mes cumpliré 61 años, edad en la que uno ya no corre. Avanza distinto:
como un auto clásico, con millas a cuestas, rayones que son historias y un motor antiguo pero que todavía responde.
Al final, la edad puede ser veneno o vitamina, todo depende de la profesión.
Pero más allá del título que tengas en la tarjeta, la verdadera especialidad es no dejar que se oxide la actitud… aunque el resto del cuerpo ya pida repuestos originales.
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