Volví con el swing afilado y una sonrisa que no me la borraba ni el detector de metales del nuevo aeropuerto Jorge Chávez.
Cuatro días en The Lakes, una cancha de golf tan hermosa como cruel, ubicada en ese rincón caribeño que los dioses bautizaron como Punta Cana.
Se llama The Lakes porque tiene agua. Mucha agua. Pero no una agüita decorativa como para que chapotee un pato: no. Acá cada laguna es un espejo embrujado, un ojo líquido que te observa desde la sombra del green y te susurra: ven, atrévete…
25 lagos interiores, esparcidos dentro de un exuberante bosque de manglares, como si la naturaleza hubiese tejido un laberinto para hechizar al golfista. Y por si eso fuera poco, 122 búnkeres. Trampas de arena que se abren como portales del inframundo justo cuando le vas a pegar a la bola.
La cancha fue diseñada por el temible P. B. Dye, ese alquimista de fairways que no solo sabía de diseño, sino de castigo. Bancos de arena que parecen trampas lunares, doglegs traicioneros, y un sol que no brilla: conjura contra tu desempeño.
Jugamos a 33 grados con una sensación térmica de 38; como un caldero hirviente, rodeado de humedad, viento y una especie de delirio caribeño que te hacía ver la pelota como si levitara.
Fuimos 56. Cincuenta y seis macheteros del Country Club de Villa, esa hermandad sabatina de timba e historias, convocados esta vez por el gran Alejandro Garland, anfitrión de sonrisa amplia y espíritu generoso, que nos invitó con todo pagado al campeonato Los Amigos de Alejandro. Cuatro días, todo incluido. Y cuando se dice todo incluido, se habla también de los demonios de la tentación: ron, cerveza, mojitos, y otros conjuros líquidos que desfilaban como por arte de magia en cantidades industriales.
El primer día fue de práctica y luego llegaron los tres días oficiales de competencia. La modalidad era Stableford, por puntos, y de esas tres tarjetas se escogían las dos mejores. Las otras quedaban flotando en el limbo del exceso, el olvido y la resaca.
Y fue en uno de esos días, cuando ya el sol te hablaba en idiomas antiguos, que ocurrió mi pequeño milagro personal: por primera vez puse la bola en green desde el tee de un par cuatro. Un golpe recto, decidido, mágico. La bola surcó el aire como si conociera el hechizo exacto, y aterrizó donde yo solo había llegado en sueños. Lamentablemente fallé el putt para águila, que se me escurrió como poción mal medida, pero ese hoyo ya quedó escrito en mi historia.
Mi resultado final: tercer puesto, que no es solo un número en una lista, sino una medalla invisible al mérito de haber sobrevivido a The Lakes: al calor, al trago, a las lagunas sedientas y a un campo de encanto.
Y si algo aprendí en esos cuatro días de golf hechizado, es que no todos los trofeos vienen con forma de copa. Algunos vienen en forma de amistades nuevas, de abrazos que antes eran saludos, de risas que antes eran silencios.
Por eso cierro este conjuro con un agradecimiento hondo al gran Alejandro Garland, por su generosidad mágica, y a la vida misma, que me regaló no solo la oportunidad de jugar en un campo fuera del tiempo, sino de conocer más profundamente a cincuenta y tantos espíritus del golf.
The Lakes fue el escenario. Pero lo que realmente jugamos ahí fue el arte de estar juntos. Y eso, sin duda, fue el mejor águila del torneo.
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