Días atrás, un alumno —de esos que ya nacieron con Wi-Fi incorporado— me lanzó una pregunta que me dejó pensando:
“¿Por qué la creatividad de los noventa era mejor que la de ahora?”
Y lo dijo sin ironía.
Lo dijo admirando algo que ni siquiera vivió.
Tremendo acto de lucidez creativa.
Porque sí, en los noventa la publicidad tenía algo distinto.
Había menos medios, menos ruido y más hambre.
Cada comercial de 30 segundos era un pequeño estreno mundial: si no atrapabas, te cambiaban de canal y de agencia.
Hoy hay de todo, en todas partes, todo el tiempo.
Y cuando todo grita al mismo volumen, la atención se vuelve sorda.
Antes, el olfato valía tanto o más que los insights.
El cliente confiaba en el instinto del creativo, y no en el oráculo del algoritmo.
No existían los dashboards.
Había fe, riesgo y una pizca de locura.
Hoy, en cambio, la data decide qué tan disruptiva no debe ser tu idea.
La televisión era el coliseo romano: los jingles eran himnos, los comerciales eran eventos, y los personajes quedaban tatuados en la memoria colectiva.
Todos hablábamos de lo mismo.
Hoy cada quien vive en su propio canal de YouTube interior.
Y claro, la rebeldía también tenía licencia creativa.
Las marcas se atrevían a incomodar, a provocar, a reírse de sí mismas.
Ahora la corrección política les pone correa corta: las ideas salen con bozal y permiso firmado.
Ya no se puede bromear con nada.
Todo se malinterpreta, todo ofende, todo indigna.
Al alto no se le puede decir alto, al bajo tampoco.
Al gordo menos, al flaco ni hablar.
Y al moreno… mucho menos.
Hasta la mazamorra Negrita tuvo que cambiar de nombre, como si el cariño fuera delito.
El humor se volvió trámite: antes bastaba una buena idea; hoy hace falta un abogado de respaldo.
Y hablando de humor… el de hoy es otra especie.
No con cualquier cosa uno se puede reír, aunque —paradoja pura— hoy muchos se ríen de cualquier cosa.
A mí me cuesta, lo admito: para que algo me saque una carcajada tiene que ser realmente bueno.
Y tal vez ahí esté el problema.
Nos hemos acostumbrado a lo simple, a lo absurdo, a lo fácil.
Al baile de TikTok, a la broma rápida, al meme reciclado.
Y no es que quiera chocar con las nuevas generaciones —al contrario, las respeto y admiro por todo lo que están creando—,pero siento que la tecnología, en su velocidad, ha dejado de lado el humor verdadero: ese que nace de la observación, de la ironía, del ingenio, de la calle.
¿Y por qué nos suenan tan geniales esos comerciales cuando los vemos ahora?
Porque solo sobrevivieron los buenos.
La nostalgia es una curadora cruel: dejó en la memoria lo que realmente valía la pena.
Como el rock clásico: no todo lo de los 70 era bueno, pero lo que quedó es oro.
Así que mi estimado alumno:
la creatividad de los noventa no era mejor solo porque era otra época.
Era mejor porque se atrevía más, porque no medía tanto,
porque tenía mundo, tenía calle, tenía esquina.
Porque salía a mirar la vida sin filtros, sin Wi-Fi y sin miedo.
Las ideas no nacían en una pantalla: nacían del roce, del ruido, del olor a ciudad.
No era digital, programable ni artificial.
No se descargaba: se vivía.
Y porque no necesitaba likes para saber que se había hecho historia.
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