Hasta que un día la volví a ver.
Ahí estaba, vieja, oxidada, sucia, con las ruedas desinfladas y el alma igual de arrugada que la mía.
Me dio nostalgia. De esa que te aprieta bonito.
Así que decidí arreglarla.
Y cuando decidí arreglarla, en realidad, comencé a arreglarme yo.
No llevé la bicicleta al taller.
El taller fui yo.
Fui yo quien la rescató del olvido, pero también fui yo quien, sin darme cuenta, empezó a ajustarse a sí mismo.
Le quité el óxido como quien se lima viejas culpas.
Le pinté el marco como quien se tatúa una segunda adolescencia.
Le ajusté los rayos como quien intenta enderezarse el karma.
Le devolví la vida y ella, como siempre, me la devolvió a mí.
Sin embargo el timón me seguía jalando para el lado que no era, como cuando en la vida uno cree que tiene el control, pero siempre hay algo que te ladea.
Además, la cadena se seguía saliendo.
Porque así es esto: cuando te emocionas mucho, cuando te aceleras, cuando te pasas de vueltas, se te sale la cadena.
Y ahí estás, con las manos sucias tratando de volverla a poner, mientras aceptas que perder la cadena de vez en cuando también es parte del viaje.
Las llantas, gastadas pero firmes, porque aunque uno enderece el timón, pinte el marco, o se ajuste el karma, lo que te sostiene siempre son tus propias ruedas.
El timón ahora está bien ajustado.
Porque uno también aprende a agarrar el rumbo con firmeza.
A saber girar, a saber enderezarse, a saber manejarse.
El timón ya no me jala para donde no quiero.
Ahora lo llevo yo.
Pero lo bonito es que, aun teniendo el control, uno siempre puede decidir cuándo soltar las manos y dejarse llevar un ratito.
Los frenos, claro, también los arreglé.
Porque saber frenar es tan importante como saber avanzar.
Los dejé precisos, suaves, justos.
No para detenerme todo el tiempo, sino para saber cuándo es mejor parar, cuándo es mejor bajar la velocidad y cuándo es mejor lanzarse sin miedo.
Porque uno nunca sabe cuántos kilómetros te quedan ni lo mucho que tenemos que pedalear para seguir en la ruta.
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