Todo empezó con una moto y una mala decisión. O varias, según el punto de vista del neurólogo.
Era una Kawasaki Ninja 750 Twin Cam, pero para mí era una nave espacial, la que me compré en mi mejor época como publicista.
Precisamente estaba con mis amigos de Publicistas Asociados -ese grupo de creativos allá por los noventas- quienes nos dirigíamos a mi casa después de un día de chamba.
Ismael, el redactor me pidió ir conmigo en la moto pero le dije que no tenía casco. Él insistió. Le dije que yo tampoco. Se rió, nervioso, y por fortuna decidió ir en el auto de otro creativo de la agencia
Yo me fui, solo, por la avenida Portillo y justo cuando la velocidad se volvió poesía, apareció ella: el demonio de Anchorena, montada en su Hillman espectral, cruzando contra el tráfico, con la precisión de un oráculo y la torpeza de un accidente anunciado.
No frenó. Me vio. Se detuvo. Y ahí empezó mi vuelo. Sin capa. sin escoba. Sin conciencia.
Luego de impactar de cara contra el auto a 80 kilómetros por hora y sin frenar, salí disparado como si alguien hubiera pateado el tablero de ajedrez de la vida. Catorce metros de aire. Previamente un beso contra el capó. Una danza aérea hacia el asfalto. La moto se elevó como un cóndor kamikaze. Yo, mientras tanto, me desmayaba en pleno vuelo con la elegancia de un fauno para caer privado y de cara contra la pista.
En el limbo, escuché la voz de Ismael -el que no subió a mi moto- diciendo: “Está vivo”. Como si fuera un mal chiste en una sala de urgencias.
Cuando abrí los ojos, mi cara era una escultura cubista. Me rompí todo menos la dignidad, porque esa quedó desmayada también. Fractura de órbita ocular, nariz en origami partida en siete,pómulos migrando hacia el cuello, mandíbula que decidió independizarse. Parecía una instalación artística financiada por el Ministerio de Accidentes Surrealistas.
Y sin embargo, sobreviví. Y no solo eso: me regeneré. Mi cuerpo, quizás por orgullo, decidió cerrar las fracturas sin ayuda. Como un superpoder mutante activado por la estupidez.
Ahora estoy en la San Felipe como un caso de calcificación y coagulacion acelerada, ya que al segundo día del accidente presentaba inicios de callo óseo en la fractura de la mandíbula. Proceso natural que el cuerpo genera después de romperse un hueso, claro antes de estar una semana en cuidados intensivos, dos semanas en cuidados intermedios y varios meses de inactividad.
“Es el primer caso en el que alguien se salva por no usar casco”, dijo el médico, con cara de no saber si felicitarme o darme una cachetada (con guante de látex, eso sí).
¿La razón? Sin casco, la cara absorbió el impacto. La cara, ese escudo del alma. La cara, ese filtro de emociones. La cara, ese parachoques que terminó salvándome el cuello, literalmente.
Gran parte de las muertes de motociclistas son por caer de cabeza y partirse el cuello gracias al casco.
Hoy ya no uso moto. No por miedo. Por respeto. A la física. A la geometría. A mi madre. A mis hijas y a mi esposa que me lo tiene prohibido.
Y por supuesto, porque uno no sobrevive dos veces a un poema mal escrito por la vida.
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