Hubo un tiempo en que esconder huevos de Pascua era un arte. Un arte oscuro, casi alquímico, con coordenadas secretas que solo el mismísimo GPS de los conejos podía descifrar. Yo era el Houdini del chocolate. Mis hijas, dos pequeñas sabuesas impacientes, pasaban horas entre “frío, frío” y “caliente… ¡QUEMAAAA!”, mientras mi esposa y yo reíamos desde la platea omnipotente.
Pero el tiempo, esa gallina desquiciada que pone huevos cada vez más evidentes, pasó. Y este año, con espíritu de tradición (o quizás de testarudez), repetí el ritual. Escondí los huevos. Me sentí astuto. Me creí, por un instante, el mismo ilusionista de antaño.
Salimos al jardín. Mis hijas, ahora ya adultas, vestidas de ironía y café en mano, aceptaron el juego con esa condescendencia elegante que uno usa para no romperle el corazón a los viejos.
Tres segundos. Eso duró el misterio.
Mi hija los encontró con una velocidad que haría sonrojar a la NASA. Y con una sonrisa que mezclaba cariño y burla, me dijo:
“Ay, papá… ya te conozco.”
Y ahí lo entendí.
Creí que estaba enseñando a buscar, pero resulta que ellas aprendieron a encontrarme.
No era que los huevos estuvieran más fáciles.
Era que yo me había vuelto predecible.
Y las brujas lo saben bien: repetir una pócima demasiadas veces la vuelve agua.
Así que anoté la lección en mi grimorio personal:
“Nunca uses el mismo hechizo dos veces si quieres seguir sorprendiendo.”
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