El zoom más salvaje.

Salí del televisor.

Literal. Después de treinta y tantas horas de vuelo, escalas, asientos que parecían diseñados por el enemigo y sonrisas profesionales de sobrecargo, crucé la frontera entre lo digital y lo salvaje.

Primero un salto hasta Miami, luego once horas de Atlántico hasta Estambul, y de ahí, otro salto —porque ya el cuerpo no andaba, sólo saltaba— hasta Tanzania. Treinta horas después, mis ojos estaban abiertos por costumbre y mis piernas pedían extradición.

Pero valió la pena.

Tarangire me recibió como si alguien hubiera subido la saturación del planeta: jirafas en cámara lenta, cebras en blanco y negro sin filtro, hipopótamos flotando en su spa natural, impalas que posaban como modelos de catálogo.

Luego vino Ñorongoro: el cráter más perfecto, más profundo y más cinematográfico que haya visto.

Y ahí, la magia subió de volumen.

Todo era calma: jirafas masticando filosofía, cebras peinadas por el viento, antílopes practicando yoga. Hasta que, de pronto, el aire se tensó.

Una vibración en el suelo, un rumor de pezuñas.

Y el paisaje se descompuso.

Las cebras comenzaron a trotar —ese trote rítmico y nervioso que suena como un tambor de guerra elegante—, las jirafas se sumaron con su paso imposible, como si el cielo mismo se moviera en cámara lenta. Y en medio del caos perfecto, aparecieron tres leonas.

Sin rugir.

Sin previo aviso.

Solo entraron en cuadro.

Yo grababa, claro. Pero la cámara no captó el sonido.

El verdadero audio fue interno: el retumbar del suelo, el galope colectivo, el corazón en Dolby Surround.

Y entonces lo entendí.

No había salido del televisor.

El televisor me había tragado.

Las leonas eran las actrices, las cebras los extras, el cráter el set, y yo… el espectador sentado en primera fila de una película que nadie dirige, pero todos sobreviven.

Las cortinas se abrieron, el show comenzó, y el África me proyectó su mejor estreno:

“La Vida, en vivo y sin edición.”


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